SENSADO

by • May 2, 2013 • Kulturtectura, Notas desde aquí abajoComments (1)7952

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por

Francisco Jota-Pérez

 

Un ejemplo de determinismo pesimista heredado se impone, últimamente, en casi el total de las conclusiones a los múltiples debates futurológicos que están teniendo lugar al respecto de la pérdida de privacidad a que todos y cada uno de nosotros, como actores y actantes de la Cultura, estamos abocados; según éstas, las fronteras entre lo público y lo privado se han disuelto de forma preocupante y dicha pérdida hace que por delante sólo nos esperen férreas formas de control burocrático e institucional, taimadas prácticas de coerción empresarial y un ramillete de totalitarismos varios. Pero, ¿y si la “pérdida” no fuese tal, sino una “cesión”, puede que incluso una avanzada dinámica de intercambio?

La privacidad, tal como la entendemos hoy, es un concepto relativamente reciente. A finales del siglo XIX, al emerger e inmediatamente empezar a imponerse el capitalismo de consumo, el proyecto y cuidado de la identidad personal como hecho subjetivo intransferible, como algo único a cada individuo aunque producto de casi infinitos impulsos conflictivos e influencias externas, se volvió una prioridad que desembocaría en la implantación del psicoanálisis como intérprete de las tensiones de esta nueva subjetividad y, por otro lado, la instauración de la idea de privacidad como espacio de seguridad introspectivo en el que el ciudadano-consumidor pudiese ordenar y resolver las propias contradicciones antes de decidir si exponer o no sus opiniones y costumbres en público, decidir cómo narrar de puertas afuera su relato personal.

Esta separación subjetiva y freudiana caducará, empero, a mediados del siglo siguiente, gracias sobre todo a los movimientos sociales (el feminismo de batalla, los movimientos por la igualdad racial, la institucionalización del sindicalismo…) y al salto cuántico adelante en las tecnologías de la información. Así, la expresividad, la comunicación y la interconexión se imponen a la introspección, demandando una relación mucho más permeable entre lo íntimo y lo notorio; demanda que el mismo flujo cultural capitalista se apresura a colmar, asimilándola, al tiempo, en beneficio propio. Lo cual nos lleva hasta este ahora mismo, esta era post-privacidad en la que habitamos.

Millones de personas ceden cada día, gustosas, ingentes cantidades de información personal tanto a entidades burocráticas como económicas; bien felizmente publicándola online (cada “me gusta” en Facebook es susceptible de caber en un análisis de tendencias de consumo, así como cada recomendación en Twitter, cada búsqueda de itinerarios en Google Maps y cada “check-in” en FourSquare), bien acatando desmanes de recorte de las libertades personales en forma de leyes por el bien de la “propia seguridad” y la supuesta “democracia” (véanse la famosa Patriot Act estadounidense, las legislaciones censales europeas o los protocolos de videovigilancia metropolitana en cualquier capital mundial). La reacción prospectiva fácil a esto, por supuesto, es desandar todo el camino de vuelta hasta George Orwell y su Gran Hermano.

Sin embargo, aplicando un mínimo de pensamiento lateral, modificando algunos términos del diálogo presente-futuro, el escenario que se nos presenta puede diferir diametralmente a tal postulado agorero. ¿Y si, como efecto colateral (y casi deseable) de la presente crisis económica, el pago con información personal suplantase al pago monetario para la adquisición de determinados bienes y servicios? El dinero, al fin y al cabo, no es más que una abstracción, y los tan cacareados “mercados” e “índices bursátiles” son aproximaciones y cálculos teóricos… Como abstracta y aproximada, recalculable y mutable, es la personalidad.

Imaginemos que, por tener instalada en el teléfono móvil una aplicación que acceda a nuestro GPS y envíe al ayuntamiento nuestra localización precisa, el usuario ya no tenga que pagar por usar el metro o el autobús, y quede exento del Impuesto de Circulación; los datos que recaben así los servicios de movilidad y tráfico, se usarán después para medir la calidad de las rutas, prever atascos y optimizar las obras urbanísticas, ahorrando al ayuntamiento costosísimos peritajes. Imaginemos que la misma aplicación puede, además, medir niveles de ruido ambiental y contaminación lumínica. Imaginemos que una función opcional en las gafas de Realidad Aumentada que están por ponerse de moda, evalúa qué anuncios llaman la atención de los usuarios de éstas en una zona concreta, en qué escaparates se fijan, qué estilos y gadgets de los que lucen el resto de transeúntes resultan más atrayentes; estas conclusiones se ofrecen a los comercios de dicha zona, evitándoles ineficaces estudios de mercado y mejorando sus campañas de visibilidad y posicionamiento y, a cambio, la librería y el videoclub del barrio ceden a los usuarios, en libre descarga, sus películas y libros digitales, las variopintas tiendas proporcionan de igual manera paquetes de productos o descuentos y ofertas puntuales, y etcétera. Imaginemos al ciudadano como sensor, implicado en su sociedad y su ciudad de un modo nuevo, no en base a qué y cuánta fuerza de trabajo les transfiere sino qué y cuánta información personal canjea.

Algo como lo acabado de exponer está planteándose ya, aquí mismo, en España, en proyectos como el Ciudad2020 de Daedalus o el SmartSantanderRA.

Claro que tal panorama, en cierto modo, asusta. De darse éste, cientos de voces de alzarán en contra (ya hoy se están alzando, de hecho), preguntando qué queda para la personalidad, qué hay de la autenticidad individual, dónde depositamos nuestra intimidad. La respuesta a esto serían dos palabras: Avatares Psicodélicos.

La teoría de los Avatares Psicodélicos se basa en el mismo mecanismo psicológico, tremendamente humano, que opera cuando nos ponemos delante de una cámara: ante la certeza de que lo que hagamos frente a la lente va a quedar registrado, actuamos, fingimos; ofrecemos una imagen de nosotros mismos, una faceta aproximativa, que nunca es literalmente “yo”. Un Avatar Psicodélico es la superación definitiva del ciudadano-consumidor, una máscara tanto de camuflaje como de autodefensa, un personaje coherente y únicamente público que es una partición en la personalidad, con la que nos manejamos en el contexto inmediato y rutinario y sobre cuyo relato de sí mismo, si somos responsables e inteligentes, tendremos control total. No soy literalmente “yo” quien sirve de sensor a instituciones y corporaciones, sino mi Avatar Psicodélico, y mi Avatar Psicodélico puede ser y comportarse como yo desee, según mi diseño.

¿Y qué beneficios culturales nos aportaría el convertirnos en Avatares Psicodélicos? De primeras, una dinamización drástica de la cultura misma, puesto que se impondría la necesidad de hacer acopio de conocimientos y experiencias, de herramientas con las que descifrar lo que nos rodea en formas originales, con las que dotar a nuestro Avatar. En segundo término, de forma paradójica, una subversión ante el status quo que nos devuelva la subjetividad, ahora casi como un arma. “Mi Avatar Psicodélico es un hechicero de alto nivel que recorre líneas de metro enteras, en una suerte de geomancia, para ganar puntos de reputación online”…  “Un grupo de Avatares ha decidido reunirse en ese centro comercial cada día, durante cuatro horas, todo un semestre, para alterar las estadísticas de comportamiento de compra y forzar una bajada de los precios”… “Su Avatar y ella se reparten el tiempo; durante media jornada es una poeta díscola que explora el barrio en busca de experiencias superficiales y de satisfacción inmediata que luego versificará en su perfil de red, y la otra media es una asistenta social que imparte programas de alfabetización informática a colectivos de la tercera edad”

Siendo Avatares Psicodélicos, la vieja definición de magia como “el arte de provocar cambios en la realidad de acuerdo con la voluntad” cobra pleno sentido y es transfundida al futuro, tornándonos modernos magos y eruditos, personas facetadas como diamantes holográficos y con verdadero poder sobre el entorno porque ahora lo pueden modificar a voluntad, mientras llevan sus imaginaciones al límite y el futuro sonríe, sardónico y complacido.

 

 

*Agradecimiento especial para Sara Villanueva, por su asesoría técnica sobre el sensado ciudadano y los modelos de smart city.

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One Response to SENSADO

  1. raulsalanavas@gmail.com says:

    Francisco, me ha encantado este artículo, siempre me gustan, pero este da en el clavo. El futuro ya está aquí y hay que pulir nuestro avatar Psicodélico! :-)

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